jueves. 25.04.2024

Por Andrés Chaves

1.- Tenía poder para llevar al periódico las desgracias ajenas, y hasta las propias. Era un señorito, un encantador de serpientes, un seductor. Fue adulado en vida por los que esperan lisonjas públicas; era un cronista social de cierta audiencia, aunque al final de su existencia nada de lo que escribía le gustaba. Pensaba que la gente debe jubilarse relativamente joven porque a determinada edad a nadie le gusta lo que hace, si lleva un siglo de rutina. Le aburría el periodismo, detestaba contar más cosas y conocer a más gente. Iba a las fiestas más por compromiso que por ganas y se reía mucho de los demás, porque todo lo que hacían y decían los otros él lo había vivido. Si acaso disfrutaba con el fútbol, pero siempre que ganara su equipo. El juego no le importaba, sino los triunfos. Podía decirse que estaba aburrido de vivir, lo cual no era cierto del todo, sobre todo porque en el mundo existen personas que le querían; y mucho. Aquel hombre se fue al otro mundo en un pis pas y sin que sobre él escribieran una tesis doctoral; tampoco había recibido ninguna medalla. Nadie sabe lo que ocurrirá después. Pero, por ahora, ni tesis, ni medallas.

2.- Se encontraba, en sus últimos años, cansado; se arrepentía de muchas cosas; ya no le importaban los enemigos, los había ignorado para siempre. Su afición por los viajes había decaído; en realidad, nada le interesaba demasiado. Incluso los valiosos objetos que había logrado reunir: obras de arte, relojes, estilográficas. Todo eso, ¿para qué? Y empezó a regalarlos a su mujer, a sus parientes, a sus amigos. La suya había sido una lenta despedida. Había donado su biblioteca a la universidad, sus discos a un coleccionista y la mayoría de sus muebles a su familia más directa.

3.- Había redactado su testamento y también su nota necrológica y dispuesto el destino de sus cenizas, repartidas en tres lotes, en tres fuentes distintas de su pueblo. Se imaginaba a sus seres queridos desperdigándolas por esos lugares, con el viento de frente y tosiendo con estupor. Pensaba que lo de las cenizas perpetuaba un poco su existencia en este mundo, lo regresaba a sus años de niño y lo haría más presente una temporada, hasta que vaciaran las piletas y las cenizas, descompuestas, cogieran centro. Cuando estaba en todos estos asuntos le sobrevino un ataque y se fue al otro barrio con una sonrisa de burla, agotado ya su plazo vital inexorable. Ahora pocos lo recuerdan, más por sus anécdotas, reales o falsas, que por sus méritos periodísticos y literarios. Cuando se vio a sí mismo de cuerpo presente pensó -en esos instantes finales en que los muertos piensan- que había valido la pena vivir. Pero ya era demasiado tarde. [email protected]

El seductor
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